Microrrelatos seleccionados 2017

Ganador:

«La limpieza» de Álvaro Abad San Epifanio

Esa mañana Teresa limpiaba la camioneta como lo hacía siempre, con cepillo, agua y jabón Lagarto, el mejor para desincrustar la sangre seca de los corderos y cochinillos que su marido traía del matadero a su carnicería de la calle del Sol.
Hoy todavía no había tenido clientes. De unos meses a esta parte el negocio no hacía sino bajar, corrían tiempos complicados para el país, también para Calahorra.
Y mientras limpiaba recordó que era miércoles, y los miércoles no había matadero. Y que anoche, ya casi dormida, creyó escuchar el motor de la camioneta alejándose, y que no había visto carne fresca en la carnicería, y que las pisoteadas gafillas redondas que había encontrado limpiando la sangre de la camioneta se parecían mucho a las del joven maestro… Cerró los ojos y creyó que lo mejor era callar y limpiar más aprisa, deseando que la fatal guerra acabara pronto.


Primer accésit:

«Intramuros» de Angélica Herreros Losantos

Con la mente perdida en oscuros pensamientos mecía a su pequeño, que de pura hambre hacía rato que dormía.
La casa estaba en silencio, fría y muerta, como el resto del pueblo.
El olor a quemado de los campos arrasados atravesaba las paredes, atravesaba su piel y sus huesos. Pero ¿quedaba aun algo por destruir? Que cansancio, que agonía tan lenta y que amargura… Ella se preguntaba de que había servido resistir; si otro amo vendrá y se llevará los frutos de mi trabajo, sus soldados me arrancarán de los brazos al hijo, sus leyes gobernarán los días que me queden….
Abrazó el cuerpecillo escuálido y lo acostó. Ya había oscurecido. Era la hora de despertar a los fantasmas; recorrer las calles, entrar en las casa vacías, encender lámparas y hogares para hacer creer al enemigo que seguían vivos.


Segundo accésit:

«Aguadora» de Agustín Martínez

Finales del XIX. Su futuro no iba más allá de la fuente de los Trece Caños, un día sí y otro también, ida y vuelta, cuesta de la Catedral, calle Mayor, Raso y Coliseo. Al palacio del marqués.
El sustento apremiaba, su marido reciclaba latas para las fábricas de conserva y sus hijos, pobres hijos, ya tenían “billete” hacia los cañaverales de Cuba. Y no para la cosecha precisamente.
Intentaba mantener, sobre la cabeza, el cántaro y no era tarea fácil. Mucha cuesta. Llegó al palacio y abrió el marqués, lascivo, libidinoso. No tardó en sorprenderla poniéndole las manos sobre sus pechos, aguardando complacencia, pero no le dio tiempo a intuirlo tan siquiera. Su cabeza crujió bajo el brutal impacto del cántaro con 16 litros de agua de los Trece Caños.
Se la recompusieron, sí, pero ya solo balbuceaba y mal veía por un ojo.
¿Quiere más agua, señor marqués?


Cuarto puesto:

«La defensa» de Ton Pedraz

─Legionarios, luchemos con uñas y dientes. Protejamos El Pendón con nuestras vidas ─estipuló la voz cantante.
La llegada de un adulto silenció a la tropa.
─¿Cómo enredáis, expuestos al calor insoportable?
─¡Nos atacan! ─aclaró quien ostentaba el mando─. Un ejército de orcos, dispuesto a arrasar Calahorra para siempre.
─Son más de cien mil ─puntualizó el más joven de la caterva, sorbiéndose los mocos de un tirón.
El hombre, entornó los ojos hasta retroceder treinta años:
─¡Sois calagurritanos! ¡Valerosos, como Emeterio y Caledonio! Vuestros antepasados vencieron a los sarracenos. Aquí, ante La Moza, mordió el polvo la hueste napoleónica. No hagáis de menos a esos indeseables ─arengó─.
Tras escucharle, a algún mocoso se le cayó de la mano su espada de madera.
─¡Vamos! Obedeced al centurión.
Mientras la chavalería, estupefacta, permanecía con la boca abierta, él, desapareció con una sonrisa en sus labios, orgulloso por ser maestro de aquellos valientes.


Quinto puesto:

«Lágrimas de arena» de Carlos Gutiérrez

La tarde se desperezaba con el rumor creciente de la faena, las sombras de manos abiertas, el aroma de tierra horadada al compás de polvo y piedra. Emilio sorteaba el caudal de lodo y arcilla que crecía bajo el suelo cuando el reflejo de una pupila abierta le golpeó con desconcierto.
Levantó la mirada y, apartando el barro con los dedos, desenredó bucles de alabastro, labios de hueso y un rostro ambarino que parpadeaba aletargado en el tiempo. Arrancó de la pared de tierra el trofeo y, al enjuagarlo a cielo abierto, se emocionó, pues parecía que la doncella lloraba al haberla arrebatado de su sueño. Por un momento se arrepintió, pensó en volver a enterrarla de nuevo, pero se encontró contemplando el busto, dibujando con los dedos el perfil de sus labios trémulos y supo entonces que las lágrimas de la dama eran por contemplar Calahorra de nuevo.

«Miradas» de Rakel Ugarriza

Ya no se ven niños dentro de la ciudad amurallada. Tampoco mujeres, ella es la última, aunque sabe que no le queda demasiado tiempo. Lo siente en los ojos de los hombres que aún resisten al asedio, en sus miradas desesperadas, repletas de deseo, de ansia.
Al anochecer recorre lo que queda de la ciudad para encender los hogares de las casas vacías. Cada día hay más, pero gracias a ella el enemigo, de momento, no se enterará.
Hoy no se encuentra bien, su estómago hace mucho que ha dejado de rugir, ya ni siquiera es capaz de sentir el hambre. Ellos todavía sí. Por eso, cuando cae desfallecida en mitad de la calle, sus vecinos se abalanzan sobre ella como hienas hambrientas. Son sus miradas febriles lo último que la mujer ve.


Sexto puesto:

«El niño y el río» de David Sota

Aquel niño jugaba con el agua. Su juego era su vida, con su imaginación construía y deconstruía su mundo. Aquel niño estaba bañándose en el Cidacos, tranquilo, ingenuo, hasta que, justo cuando había empezado a escuchar el sonido de fuegos artificiales, su madre le ordenó volver a casa. Ya desde el balcón, miró hacia la Catedral pero no vio luces de colores. Aquel españolito que empezaba a vivir tardaría en darse cuenta de que una España acababa de helarle el corazón.
Aquel 19 de julio, el verano se tornó en un invierno que duró 40 años, el más largo de la historia. Pero al volver la calurosa paz del verano, aquel niño que siempre sintió la vida como una guerra y que siempre fue entre pena y pena sonriendo se volvió a bañar en el Cidacos, sabiendo que ni él era ya él, ni su río era ya su río.

«Una simple fotografía» de David Sota

A ella nunca le gustó excesivamente salir en fotografías. Aquel momento debió parecerle eterno. El señor Bella tardó en inmortalizar a aquel grupo de “modistillas”; el niño nervioso que no paraba de moverse y ese bebé que comenzó a llorar en el momento más inoportuno estaban en su contra. “Bebés”. La idea de tener hijos le pareció ridícula, tenía 17 años y acababa de conocer a Pablo, pero por un instante pensó en ello y sintió una especie de vergüenza. Pensar en el futuro en una sociedad condenada a un mísero presente resultaba presuntuoso. Pero lo hizo, y fue más allá, pensó, por un momento, de qué trabajaría en el futuro... Sus especulaciones cesaron con el disparo de la cámara. “A quién podría interesarle una simple fotografía…” Probablemente la Rosario la pantalonera nunca hubiera imaginado que a uno de sus ocho nietos le fuese a interesar precisamente esa simple fotografía.

«Caminos de hierro» de Jesús Cuartero

A Don Faustino le devoraban los nervios, no había pegado ojo en dos noches. Llevaba desde el 15 de agosto con acidez estomacal y no era para menos. Apenas dos semanas después iba a inaugurarse el ferrocarril Bilbao-Tudela. Estábamos en 1863 y por fin llegaba el progreso. Lo que más satisfacción le producía es que llegase al mismo tiempo a la gran ciudad de Bilbao donde residía desde hacía veinte años, como a su Calahorra natal y además en plenas fiestas patronales. Decidió formar parte del pasaje inaugural. Compró los billetes y escribió, exagerando como acostumbraba, una carta a sus familiares calagurritanos anunciando su viaje en el mismo vagón en que viajaría Espartero. La velocidad le mareó y el sueño minó su resistencia. Pasado Logroño se quedó dormido y se despertó en Alfaro. Don Faustino abrió los ojos y dijo para sí. ¡Cuánto ha cambiado Calahorra que no la reconozco!

«Inocentes» de Rafa Puy

Calahorra, 19 de mayo, 1910.
Apostados frente a la puerta de San Jerónimo con un atadillo de piedras, Manuel y Pedro las lanzaban con todas sus fuerzas; había que romper el pan que el santo sujetaba. La gente decía que cuando el pan cayera, el mundo se acabaría, ¡qué tontería!, ellos iban a demostrar que eso eran cuentos. “¡Por fin!-gritó Pedro”, un trozo había caído.
Rápidamente corrieron a buscar a sus amigos, había que contar la noticia.
─¡Hemos roto el pan del santo! ─gritó Manuel al verlos.
─¡Estáis locos! ─les dijo Antonio.
─¿Qué pasará si se acaba el mundo? ─preguntó Fermín asustado.
─Vosotros seréis los culpables ─sentenció Eugenio.
Al anochecer todos vieron desde el puente como una gran masa de fuego se dirigía hacia Calahorra sin remedio. Manuel pedía perdón por haber sido tan irresponsable, todos morirían por su culpa.
Desconocían que cada 76 años, Halley venía a visitarlos.


Séptimo puesto:

«De vuelta (devuelta)» de Alvaro Abad San Epifanio

Encontró aquella moneda siendo niño jugando cerca del río Cidacos con sus únicos juguetes: palos y piedras para excavar.
Nunca encontró nada más pero aún así regresaba cada tarde al río para remover la tierra. Corría a casa antes de que llegara su padre con las ovejas y ayudaba a su madre con la cena. Acostaba a sus hermanos pequeños y sólo entonces desenvolvía su moneda de ese trozo de tela raída para contemplarla junto a la lumbre. Era su única pertenencia, era su tesoro. Cada noche acariciaba el toro que tenía grabado y la leyenda “MVN.CAL” que aparecía impresa. Su padre, aunque analfabeto, decía que era latín.
Vendieron el rebaño para que estudiara Historia en Madrid. Dirigió con éxito varias excavaciones y sólo volvió a Calahorra meses antes de fallecer para devolver de forma anónima al Museo su tan preciado tesoro, aquella moneda romana que había motivado su vida.

«El intruso» de Belén Martínez

Ante la expectación creada en el paseo del Mercadal, un pregonero contaba una historia singular.
Lo que ese hombre decía os voy a relatar, vosotros juzgareis si es invento o realidad:
“Camino de Madrid iban y decidieron parar, descansar en Calahorra, luego continuar. Se hospedaron en la finca más lujosa del lugar, bebieron también comieron hasta su gula saciar. El mejor vino probaron se sintieron encantados, sobre todo un tal José al caldo muy aficionado.
Al amanecer partieron nada más salir el sol. Miguel Raón asombrado entonces descubrió ¡qué el vino tampoco estaba! Con ellos se había ido, arrasaron la bodega dejaron todo vacío.
A José desde aquel día un mote le persiguió. No era muy querido rey intruso le llamaban y a partir de ese incidente Pepe Botella en España.”
Las risas de los presentes no se hicieron esperar. El pregonero a su casa partió para descansar.

«María la colchonera» de Candelas López

Por mucho que mirara su monedero ni perra gorda aparecía. No salíale colchón que varear ni rellenar; pocos jergones de lana entre pobres, y no era temporada de ahivar los ricos.
Además, su marido, incansable trabajador pero mal cobrador, tomó lo último para comprar cal y blanquear casas de vecinos, vecinos amables pero pobres, y no había cobrado.
Para colmo, llegaba Don Abilio, nuevo obispo recibido con alfombras floreadas en la calle Grande y cohetes en la catedral.
María nada tenía contra él, pero una varilla de cohete había caído en su casa en la calle Los Sastres y quemado la colada, y ahora ni moneditas ni qué ponerse.
Alguien contó lo ocurrido al obispo, que mandó llamarla. Preguntó cuánto costaba lo estropeado. “Tres pesetas”, respondió ella; un duro entregó él.
Repúsose ropa, comió ese día con su familia y brindó por el obispo. Religión no es sólo dar misa.


Octavo puesto:

«Música y arena» de Miguel Ángel Santos

El último día de agosto de 1880 se levantó aturdido. La intranquilidad perturbó su descanso. En unas horas, tras meses de entrenamiento, debutaría en la inauguración de la primera plaza de toros estable de Calahorra. A media mañana se reunió con el resto de los participantes. Había que comprobar que todo estaba en orden. Incluso, se acercó a los chiqueros para ver los astados seleccionados.
Después, comió frugalmente. Se vistió despacio, como si de un ritual se tratara. Traje color marino, reluciente, camisa blanca y amplia para moverse con más comodidad en la ejecución. Rezó y abandonó la vivienda.
Antes de pisar el albero se santiguó para templar sus nervios. Los tendidos, llenos, rugieron cuando la banda de música local hizo el paseíllo premiándole con un emotivo aplauso. No pudo tener mejor estreno como músico. Su clarinete no desafinó como tampoco decepcionó el afamado diestro ‘Lagartijo’ durante su lidia.

«Los juegos del hambre» de Raúl Clavero

Por la mañana nuestra madre acude al reparto. Regresa al mediodía y, de inmediato, comienza a cocinar. Al atardecer, mi hermano y yo nos sentamos junto al fuego y tratamos de adivinar en las volutas de humo cuál será nuestra cena de esa noche.
─Fíjate ─digo, señalando una nubecilla que se pierde hacia la puerta─, esa parece una espada.
─Sí ─responde, pensativo, con ese tono adulto que trata de imitar en sus palabras desde que comenzara el asedio de Pompeyo. Después me mira, se acaricia el mentón, y hace su apuesta─. Creo que hoy ─dice─ nos comeremos a Lubbo, el herrero.


Noveno puesto:

«Mi nombre nadie lo sabe» de Plácido Romero

Éramos inseparables. Muchos creían, incluso, que éramos hermanos. Nacimos en la misma villa y vivimos allí hasta que los tres nos alistamos en el ejército. Servimos en Oriente. La mayoría de nuestros compañeros se dejaron ganar por la superstición de Mitra. A nosotros nos atrajo la religión del Nazareno. Nos bautizaron a los tres el mismo día.
En el decimosexto año del imperio de Diocleciano fuimos trasladados a Hispania. Fue un poco antes de que se iniciara la persecución contra los cristianos. Todos sabían que los tres la profesamos. Fuimos encarcelados. Prometieron que nos liberarían si adjurábamos de nuestra fe. Insistieron durante mucho tiempo. Recé y recé, pero el Nazareno no me escuchó. Al décimo día, me consagré a Mitra. Sin embargo, mis hermanos persistieron. Fueron ejecutados.
Ahora, todos les conocen: Celedonio y Emeterio. Mi nombre nadie lo sabe.