Microrrelatos seleccionados 2018

Ganador:

«El beso de la española» de Álvaro Abad San Epifanio

Pudo llegar camuflada entre los viajeros del tren, nadie la vio, pero hizo notar su presencia desde el primer día. La noticia de su fatídica venida no tardó en propagarse entre los diez mil habitantes de la ciudad.
La incredulidad y el analfabetismo hicieron que las sencillas medidas de prevención publicadas en el bando municipal apenas calaran entre la tranquila sociedad calagurritana, y en pocos días comenzaron los rumores, los miedos y las muertes. Se decía que una vieja fea y arrugada recorría de noche las silenciosas calles llamando a las puertas, y si alguien abría quedaba fatalmente condenado con un beso de la anciana. Otros aseguraban que acechaba en oscuras esquinas para abrazar mortalmente a todo aquel que pasara a su lado.
El invierno comenzaba y los difuntos ya se amontonaban. Las autoridades averiguaron al fin el nombre de la silenciosa asesina: gripe española. Pero ya era demasiado tarde.

«Miedos» de Álvaro Abad San Epifanio

La advertencia del rey García Garcés III a los árabes resultó contundentemente clara. Habrían de abandonar para siempre Calahorra, de nuevo cristiana, o, si en algo valoraban su vida, convertirse a Cristo.
Las tropas reales allanaron las moradas musulmanas para impartir divina justicia. En una humilde vivienda los soldados hallaron sola a una madre que protegía asustada a sus gemelas de apenas unos días. Intentó explicarles que alumbró una niña blanca y otra de piel oscura la noche de aquel día en que el sol desapareció a media mañana. Los soldados, creyendo ver la larga mano del diablo, huyeron despavoridos.
La verdadera madre de la niña de color de luna salió de su escondite entre las cortinas, la tomó en brazos y sólo entonces las dos amigas sonrieron aliviadas. Su original plan, inspirado en el reciente eclipse solar, había surtido el efecto deseado. Los ancestrales miedos cristianos hicieron el resto.


Primer accésit:

«Manchas de aceite» de Jesús Cuartero

A su padre no le gustaba que Paulino leyese la “La Rioja Ilustrada” y menos mientras comía rosquillas de anís. Las pequeñas manchas de aceite delataban en que páginas se había detenido en su lectura. Solían prodigarse en las secciones más frívolas de la vida social de ese 1908, que había comenzado fuerte en Calahorra. Revisaba con escrupulosidad profesional, no en vano era el jefe de Policía. De paso se entrenaba en los métodos modernos de deducción crimonológica. Se apercibió de que Paulino había pasado varias veces por el anuncio de una actuación de la “Chelito” en Logroño el día que había dicho que se iba de ejercicios espirituales con el Padre Próspero. Se indignó, conocía bien a su hijo. Lo que más le incomodó es que ya le había dicho a su mujer que tenía reunión con el Gobernador Civil ese mismo día. Esperaba no coincidir en el teatro.

«Cometas» de Jesús Cuartero

Hoy he ido a visitar a mi abuela a la residencia de Los Manitos. No se acuerda de haber visto a Gorbachov en el Telediario de las tres, sin embargo mantiene los recuerdos de su juventud tan vivos como los colores de los peces tropicales de la tienda de animales que está bajo su casa. Le he hablado del Cometa Halley que tiene que venir dentro de dos de semanas. Me ha contestado que la primera vez que se le declararon fue el día que vino el cometa Halley en 1910, el día más feliz de su vida. Una noche fría de febrero cerca del puente de Hierro, en la que si se agudizaba el oído se escuchaba el murmullo del Cidacos.
—Es una pena que el abuelo se muriese hace un par de años, hubiese sido tan poético...
—Pero, qué dices, si a tu abuelo lo conocí en 1915.


Segundo accésit:

«Con paso firme» de David Sota

Atmosfera plomiza y olor a incienso. Podría ser cualquier día en la ciudad de los Mártires porque por ella solo pasa el viento y no el tiempo. Sin embargo, era 31 de agosto. Todo el mundo bajaba, entre chismes y murmullos, engalanado hacia la Catedral para asistir a la Solemne Procesión, unos con voluntad, otros por resignación; todos con pecados sin confesar. Repicaban todas las campanas: las Once. El Cabildo y el Obispo, con su mitra y su báculo, esperaban a las puertas de la Catedral para recibir a la nueva Corporación. Cuando la joven Alcaldesa con paso firme y portando la vara de mando se acercó a aquellos señores tan grises, el Mitrado le extendió la mano para que besara su anillo. Sin dudar, la Alcaldesa le cogió la mano firmemente, saludándole de igual a igual. Se había interrumpido la católica monotonía. El tiempo volvía a correr.


Mención especial:

«Memoria e Historia» de Candelas López

Nací hace 72 años. Siempre he vivido en Calahorra: aquí me casé y aquí nacieron mis hijos. Hace años que participo en los relatos de AAHH. Nunca gano, ¿cómo podría ser si no tuve acceso a la escuela? Pero sí pude llenarme de amor y sentimiento hacia ese pueblo que me llena del mismo espíritu pleno como cuando escuchaba la trompeta de Paco Regla en la plaza de las Boticas. Seguro que sus conciertos eran tan torpes como mis palabras para contar historias, pero los evoco acompañados de un sol de media tarde y recuerdo estar en la gloria.
Da igual que nunca gane este concurso: cada año rememoro historias, las comparto, revivo a personas que ya no están, y revivo también un poco de lo que ya soy yo: Historia. La verdadera Historia no está en los libros sino en la memoria que poco a poco se nos apaga.


Seleccionados:

«Emeterio, Emeterio, Emeterio» de Roberto Pastor Cristóbal

Emeterio Lorente fue brutalmente arrojado de la camioneta. Cayó al polvo de una de las muchas calles que la República no había podido pavimentar en Calahorra. Los vecinos observaban, a través de miradas llenas de negro luto y rencor, como Emeterio Lorente difícilmente podía levantarse y caminar hacia su casa. Su mujer e hijas también miraban. No se atrevieron a tocarlo.
Emeterio Lorente, desde el instante en que la Falange empezó a “enseñarle” lo que era ser un verdadero español y cristiano, únicamente había pensado en Cayo, hijo del honrado Gedeón Gurría. Años atrás, se habían besado. Nunca probó otra boca como aquella. Otros posibles besos e ilusiones prohibidas se terminaron cuando Cayo marchó a las Américas, debido al circo y a un payaso italiano.
Emeterio Lorente fue directo a su cama, se tumbó y nunca más dijo palabra alguna porque había decidido morirse. Era mejor así.

«Venganza» de Faustino Lara

Atrás quedan las calles de Calagurris. Ahora te mueves por el interior de las termas. El odio guía tus pasos. Un rumor dice que allí se encuentra el auriga Lucius Titinius, tu contrincante, tu enemigo, ese tipo insolente y lenguaraz que, al mando de su cuadriga, ayer te robó la gloria y la fama con esa maniobra turbia que quedó impune al tomar la última curva. De nada sirvió que llevaras los mejores caballos de Augusta Emerita y que tus recientes triunfos en Roma vaticinaran tu victoria y te erigieran como el favorito de la hinchada. Entre la bruma de la estancia, crees reconocerle por su espalda musculosa sentado en el borde de una piscina. Con ira le asestas varias puñaladas. Huyes. De camino al templo, te encuentras con una muchedumbre enfervorizada que persigue a un tipo que enseguida reconoces, muy a tu pesar, como el auriga Lucius Titinius.

«Niña» de Ernesto Toledo Pascual

Que cada pueblo tiene su particular vocabulario lo sabía, pero no imaginaba hasta qué punto. Siendo niña, cogimos el tren que desde Sevilla nos llevaría hasta Calahorra, para trabajar, como tantas otras familias, en una de sus muchas fábricas de conserva.
Era mi primer trabajo. Por delante, campañas de horas interminables y sueldos míseros. Poco importaba. Manolo, el encargado, se dirigió a mí para encargarme la tarea, mi primera tarea y expectante escuché con voz ronca y poderosa:
—¡¡Monina, dame la gamella que está debajo de la canilla!!
Mi cara de asombro lo decía todo. Manolo se rió, no sabía yo muy bien de qué y en tono socarrón, espetó:
—¡Anda niña, dame el cubo que está debajo del grifo...!
Atrás quedaron aquellos momentos, aquellas palabras sorprendentes que de niña escuché por primera vez, mientras las largas chimeneas de sus fábricas, tatuaban la silueta de Calahorra.

«Tres segundos» de Álvaro Abad San Epifanio

Para un condenado a muerte los últimos instantes de su vida suponen una agridulce y efímera eternidad.
Creedme: es posible evocar toda una vida en tan poco tiempo. Recuerdo nítidamente mi infancia, las caricias maternas, jugar con mi hermano, los amigos, el primer amor y el primer desengaño. Recuerdo la Legión, la batalla, el honor... Recuerdo defender mis creencias y también las tuyas. Recuerdo acongojado la prisión y las aterradoras torturas. Todo lo recuerdo en este momento. Mi vida parece ahora una nimiedad, una gota de lluvia en el río.
En un segundo alcanzará mi cuello la espada del verdugo, esa espada que ya veo acercarse chorreando sangre. En dos segundos mi cabeza rodará por la orilla del Cidacos hasta chocar con la de mi hermano Celedonio, que yace a mi lado ya decapitado. Juntas caerán a las aguas del río. Buen viaje, hermano.
Y en tres segundos, la oscuridad.

«La alcaldesa y el rey» de Mario Herreros

—¿Cómo se llama el alcalde?
—Es alcaldesa, majestad. Su nombre es María Antonia San Felipe, y es muy joven. El año pasado fue elegida con tan solo veintiséis años.
—¡Qué rápido ha evolucionado la democracia en este pueblo!— exclama don Juan Carlos. —Así da gusto —apunta la reina.
El coche oficial se acerca a la Casa Consistorial. Hay una gran multitud concentrada en la zona.
—¿Y esa estatua? —pregunta el monarca.
—Es Quintiliano, señor —responde el secretario con celeridad—. Fue un gran maestro romano de retórica y oratoria. Nació en esta ciudad, en el siglo I.
El vehículo se detiene junto a la puerta principal del ayuntamiento. Las autoridades esperan alineadas la llegada de los reyes de España. La primera en saludarles es la alcaldesa. —Bienvenido a Calahorra, majestad. Es un honor recibir su visita.
—El honor es mío, señorita Quintiliano.

«Salta, salta» de Javier Sota

Conservaba aún el niño Pablo la carbonilla entre las uñas. Aunque pequeño, ya había ayudado a su padre empujando carretillas de carbón en las minas de Préjano. Bajaron del pueblo con una mano delante y otra detrás y se instalaron en una casa diminuta a la espalda de la iglesia de San Andrés. Donato y Pilar hacían lo que podían para alimentar a las cuatro bocas que les habían acompañado desde la sierra al valle pero los tiempos eran duros, muy duros.
Quizás por eso, por la dureza del tiempo que le tocaba vivir, esa mañana Pablito no se lo pensó y jugando con su mejor amigo en el arco del Planillo vio que se acercaba un camión cargado de plátanos.
—¡Salta, salta!— dijo.
Contuvieron la respiración y saltaron sin pensarlo dos veces. El riesgo era menor que la posible recompensa. El atracón duró semanas.