Microrrelatos seleccionados 2021

Ganador:

«Sólo son piedras» de Rubén Navajas Bonafaux

Calahorra. Año 2002.
Una gota de sudor frío resbaló por la sien derecha del arqueólogo. “La espina del circo”, susurró. Sin dirigirse a sus ayudantes, salió de la zanja y recorrió los pocos metros que separaban la zona de catas de edificio municipal. Sin llamar, entró en el despacho del alcalde.
— Javier.
— Hola. ¿Alguna novedad? -preguntó sin levantar la mirada del folio que tenía sobre la mesa.
— Hemos encontrado la espina del circo. Como esperaba.
El alcalde levantó la vista y se quitó las gafas. Mientras se atusaba el bigote, se dirigió con serenidad al joven que tenía delante, con la ropa y las manos manchadas de tierra.
— Ya te dije que no aparecería nada. ¿Recuerdas? Las obras tienen que empezar la semana que viene y no tenemos tiempo que perder. Sólo son piedras.
El arqueólogo descendió las escaleras, salió a la calle y atravesó la glorieta. Junto a la zanja le esperaban expectantes sus ayudantes.
Sin mirarles a la cara, pasó entre ellos, agarró una pala y comenzó a cubrir el agujero. -Venga, ayudadme. Aquí no hay nada que merezca la pena... Sólo son piedras.


Accésit 1º

«Tres semanas» de José Agustín Blanco Redondo

Apenas faltan tres semanas para el solsticio de verano. Y no ha dejado de llover. El río Cidacos ha vertido su caudal de aguas turbias sobre la vega, con derroche, sin usura, anegando el magro huerto y la tierra de sembradura que pertenecieron a mi padre, a mi abuelo, a todos esos ancestros de los que ya no recuerdo el nombre. Las espigas de candeal y los caballones que criaban tomates, y judías, y cebollas tiernas son ahora un sumidero de lodos bajo un agua que se encharcará durante demasiado tiempo. Los mosquitos de las fiebres tercianas engendrarán allí sus vástagos y acrecentarán los padecimientos de campesinos y jornaleros. Es lo que sucede en los parajes del Yuncal y Quebrada Baja, cerca de la desembocadura del Cidacos en el Ebro. Y mientras en Calahorra algunos hacen rogativas al Altísimo para que detenga su justicia sobre los mortales, pecadores todos, yo acudiré al santuario de la Virgen del Carmen para pedirle que, dentro de tres semanas, el veintiuno de junio de 1801, el sol del día más largo del año trasiegue el agua de mis pobres tierras hacia esos cielos altos donde Ella mora en compañía de Dios Nuestro Señor.


Accésit 2º

«Fotografía rota» de Eloy Calvo Pérez

Amanece en el Raso cuando cesan las detonaciones.
Rodeado por los cadáveres de sus compañeros, el último de los resistentes que ha hostigado a las tropas rebeldes desde lo alto de la torre de Santiago acaba de rendirse.
El sol ilumina el rostro de un joven que no tendrá tiempo de contemplar el del oficial que le dispara, primero al corazón, después a la cabeza, y que tras rebuscar en sus bolsillos encentrará lo que parece la mitad de una fotografía en la que una muchacha de ojos radiantes, tan joven como el muchacho que yace inerte a su lado, sonríe a la cámara.
Podría haberla dejado allí, pero sin saber por qué la guardó en la cartera.
Un gesto de debilidad que no sirvió para acallar en su conciencia unos hechos que nunca conseguiría olvidar. Ni siquiera en el instante mismo en el que muchos años después, mientras le apuntaba con su pistola a la cabeza, la mujer de ojos radiantes colocó delante de los suyos la mitad de una fotografía, ya sin color, en la que creyó reconocer al joven de aspecto decidido que, a pesar de llevar tantos años muerto, le había acompañado durante todos ellos.


Accésit 3º

«Una daga en la noche» de Javier López Cristóbal

Calagurris dormía inquieta, caída la noche ya nadie osaba salir, cinco puñales y cinco cadáveres habían bastado para hacerla suya, ni los invasores soldados romanos se atrevían temiendo ser el siguiente.
Paseaba disfrutando de la soledad al abrigo de las sombras nocturnas cuando lo vio: apoyado en la muralla lo sintió atractivamente vulnerable, el soldado bebido y ausente trastabillaba camino de su muerte sin saberlo.
Se le acercó sigilosamente, por la espalda, a rebufo de su víctima, preparó la daga mientras el olor a vino malo de taberna le iba empapando los sentidos, sacó el metal y anticipando el excitante olor de la sangre a punto de brotar lo fue acercando al cuello del infeliz borracho ajeno a lo que se le venía encima, un tajo certero y seguro sería el golpe de gracia, su seña de identidad, de repente sintió cómo un metal hermano le atravesaba el pecho sin ni siquiera intuir de dónde venía hasta que empezó a oír voces a su alrededor hablando del cazador cazado, del asesino caído en la trampa.
Esa noche un cebo humano y una mano certera devolvieron la paz a la ciudad.


Seleccionados:

«El amor sabía a levadura» de Ana Bermejo Melero

La tarde en que la conocí, Matrona, llovía. A través del flequillo, descubrí sus ojos avellana y supe, que a diferencia de a mí, le encantaba la lluvia.
La encontré en una tahona al final de la Calle Bebricio, a donde nunca hubiera entrado de no ser por alargar con alguna excusa permitida, los paseos durante la pandemia.
Dicen que un hábito se instaura a los veintiún días y fueron casi cien los que la vi, la rocé sin distancia de seguridad, la deseé y me embriagué con su aroma a pan recién hecho. Casi cien días de paseos interminables, compra de pan y vuelta a casa. Casi cien días... y, de repente..., nada.
Hemos regresado al “bajo y subo” al Mercadal y a los “baguettes” industriales. Por eso, Matrona, tú que comiste carne humana, quisiera rememorar tu leyenda, y, preso de esta desesperada resignación de sentirme utilizado y de no volver a verla, sueño... Sueño con morder el brazo de mi dueño, liberarme de la correa y llevarlo entre mis dientes, como prenda, a esa Golden Retriever que, seguro, me espera en la puerta de la panadería, con su flequillo dorado y envuelta en un halo de levadura y harina.

«El sello» de Rubén Navajas Bonafaux

No sé por qué lo hice. Un impulso, una fuerza interior irracional me obligó a hacer lo que nunca hubiera imaginado. Luego, no pude echar marcha atrás. El mal estaba hecho y tenía que asumirlo. Ahora, más de cuarenta años después, otro impulso, otra fuerza interior ya no irracional, me lleva a reconocer el delito.
Fue fácil. Tan fácil como guardar el sobre que contenía el sello y cambiarlo por otro, vacío. Nadie vio nada. Sólo tiempo después se notó la ausencia. Pero el bochorno era tan evidente que se dejó pasar el tiempo, sin que nadie asumiera su responsabilidad. “El Sello de Eneas ha desaparecido. Nadie sabe dónde está” fue la única explicación.
Al principio sentí miedo. Temí que me descubrieran. Al fin y al cabo, sólo unas pocas personas teníamos acceso al archivo. Pero pronto se evidenció que no había mucho interés por esclarecer lo sucedido. Había varios puestos en juego.
He vivido estos años en relativa tranquilidad. Pero ahora, al acercarse el final de mi vida, un cosquilleo recorre mi nuca. ¿La conciencia? No lo sé. Pero creo que hago lo correcto. Cuando se lea esta declaración yo ya habré muerto. Y Calahorra recuperará su Sello.

«Barrio» de Javier Jiménez López

Solamente una calle, una única calle que delimita nuestra insalvable realidad. Barrio obrero contra barrio pijo. Una calle ventosa que ejerce fiero control de aduanas: prohibido pasar. Casas viejas, bajitas, frente a pisos nuevos, altos. La calle, la frontera, el límite.
Nosotros éramos los buenos, ellos los malos: al enemigo ni agua. Malditos niños bien, con uniformes de colegio privado en invierno y bañadores estampados en verano con los que presumir de piscinas de urbanización. Nuestro barrio no tendría siquiera supermercado, librería ni farmacia, pero sí orgullo y honor: éramos una familia.
Un balón y ya teníamos excusa para enfrentarnos. Los goles no eran importantes: lo eran las patadas, machacar al rival, las heridas surgidas del asfalto de esa calle. Algunas veces -las mejores-, acabábamos enzarzados en tangana: nosotros contra ellos, buenos contra malos. Qué broncas. Así es como se afianza la amistad eterna, la de amigos de la infancia.
Mi padre ha ascendido en la empresa: hemos podido comprar otro piso más caro... sólo una calle más arriba. He tenido que despedirme de todos mis amigos, de mis camaradas, mis colegas.
Ayer apalicé a los estúpidos del otro barrio; parecían más simpáticos cuando vivía allí. Miserable barrio obrero.

«La deuda» de Mª Antonia San Felipe Adán

La noche se anunciaba cuando lo decidió. Trató de olvidar que su padre, ya moribundo y temiéndose lo peor, insistió:
— Nunca sucumbas a lo prohibido, eso nunca, hijo mío.
Ahora todo era distinto, la desesperación le empujaba hacia lo prohibido, como si
fuera un deber, una deuda contraída con los muertos.
Pegado al suelo se arrastró sigilosamente tragando tierra y lágrimas. Morir de hambre era una agonía lenta, sentía el estómago comerse su cerebro mientras ahuyentaba la idea con repugnancia. Todos muertos menos él que estaba casi muerto. La crueldad de los hombres competía con su vanidad, eso era aquel interminable asedio.
— En Roma hablarán de nosotros.
Eso soñó su padre antes de abandonarlo. Pensó que Roma estaba demasiado lejos para recordarlos. Quizá la venganza de Pompeyo contra Sertorio culminara en Calagurris. Quizá el tributo de los pueblos a la historia se pague en muertos. Un olor hediondo viciaba el viento. Estaba solo pero se escondía avergonzado tras el muerto. Debía hacerlo por ellos. Con los ojos cerrados, a tientas, cortaba con el puñal. Arrepintiéndose, vomitó, pero volvió a comer de lo prohibido sintiéndose un miserable. Condolido, mirando a la luna y al destino, saltó. ¡Alguien tenía que contarlo!

«Más que amigos» de Ernesto Ortega Garrido

Me bastaba mirarte a los ojos para saber que sentías lo mismo que yo, pero nunca me atreví a decírtelo. Por algo siempre eras tú el que llevaba la iniciativa, convenciéndome para saltar juntos del trampolín más alto de las municipales, para hacer pellas y fumar a escondidas en la Era Alta o robar pipas en los carrillos y comérnoslas en la estación de autobuses, mientras esperábamos a que saliesen las Teresianas. Me llevabas en moto por la carretera de Murillo y me agarraba a ti como se agarran las novias. Y es que nunca podía evitar mirarte de reojo cuando nos cambiábamos en los vestuarios del Poli. Eso sí, bebiendo siempre aguantaba más que tú, salvo aquella noche que te besé en medio del Arlequín. Un beso fue suficiente para comprobar que las ciudades pequeñas solo son pueblos grandes y tuve que dejar que me hinchases un ojo para que te sintieses mejor. Luego me marché a estudiar fuera y ya no volví a verte, hasta hoy, que hemos coincidido en el Mercadal. Tú me has presentado a tu mujer y a mí me ha bastado mirarte a los ojos para saber que sigues sintiendo lo mismo.

«Trampantojo» de Bernardo Herreros Losantos

Los viernes de María eran bajar a la Catedral, confesarse con Don Ángel y, sobre todo, sentirse objeto de atención, sentirse persona.
Cuando se acercaba a la capilla del Pilar el hombre asomado al balcón del muro la seguía con la mirada hasta que parecía cerrar la celosía con un guiño de complicidad. María se imaginaba en la época en que se hizo aquella pintura. Sin móviles absorbiendo el tiempo de los hijos, sin fútbol diario acaparando el interés del marido.
Después del desahogo del confesionario, sintiéndose hastiada de una vida familiar decepcionante, se sentaba un rato para rezar. Pero, últimamente, ya no dirigía sus ruegos hacia el retablo de los Santos Mártires. Girando la cabeza concentraba la mirada en el trampantojo, en la celosía entreabierta, en el hombre que la observaba.
Ese lunes Don Ángel estaría muy atareado. Tras atender a un policía que venía a indagar sobre María, la feligresa que llevaba unos días desaparecida, tendría que llamar a los restauradores. Le preocupaba la humedad que había salido en el trampantojo.
Y recordaba que, al descubrir la mancha, pensó que parecía una silueta femenina recostada en el hombre de la pintura.
La silueta de una mujer que sonreía.

«Ahora o nunca» de Rafa Puy Cristóbal

Su cara era una mezcla de miedo y placer. Había soltado sus manos y ya no había vuelta atrás, era ahora o nunca. Llevaba varios meses pensando en la idea de hacerlo y siempre buscaba excusas para engañarse a sí mismo, hoy era el día. Atrás quedaría recordarle como un cobarde, su decisión estaba tomada. Conforme su cuerpo descendía, la velocidad iba aumentando y el pánico se iba apoderando de él. Solo serian unos segundos pero posiblemente el miedo hacia que fueran los más largos de su vida. Por fin estaba llegando al final, la curva a derechas en la que finalizaba el tobogán de la plaza de la verdura redujo casi en seco su velocidad. Lo había logrado.

«Jaula» de Jesús Cuartero Méndez

Nadia pasó todo el curso de profesora interina de Literatura en el IES Quintiliano. Alquiló
una casa en el Casco Histórico y adoptó un perro cojo al que le puso de nombre Dovstoievski. Le gustaba un profesor de Física, también interino. En las fiestas ambos permanecieron en la ciudad y no regresaron a sus lugares de origen. Quedaron para comer y acabaron dando un paseo que les condujo a las ferias. Nadia se acordó de un relato que había leído y tuvo una idea. Le propuso al joven profesor de físicas que se montasen en una atracción que consistía en una jaula que subía y bajaba a unos veinte metros de altura. La jaula ascendía con una lentitud que hacía agónica la espera de la caída. En el momento que esta se producía, Nadia le decía que le amaba y que si quería salir con ella. El profesor aturdido por la violencia del descenso no sabía si era real lo que había oído. Se montaron seis veces. Nadia, ahora, trabaja en Tudela pero el profesor vuelve todos los años a montarse en la jaula para ver si escucha de nuevo las palabras o para averiguar si las pronunció el viento.

«Mi historia será leyenda...» de Virginia Barco Subero

Hastiada, agotada hasta límites sobrehumanos. Mis manos absolutamente doloridas, con quemaduras, ennegrecidas por las brasas. Mi túnica rasgada y un manto harapiento que no guarece en absoluto de este gélido frío nocturno.
El hambre es insoportable, los músculos ya desgastados mueven mis articulaciones con dificultad. Entre los cadáveres y los escombros logro atisbar un destello que me inquieta... comienzo a arrastrarme, como puedo, hasta llegar a él y compruebo que, pese a la devastación que lo rodea, un casco intacto se mantiene ahí, inmutable y veo mi espíritu en su reflejo. “¡Resistí el asedio!” articulo entre sollozos “y mi historia, será leyenda...” Es, mi último pensamiento...